En el lenguaje poético de Carlos Álvarez —lo recalcábamos más arriba— prevalecen una pulcritud instintiva y un denodado celo en la expresión que refutan la dejadez estilística endosada burdamente por ciertas camarillas a los escritores abastecidos de sensibilidad social. Su ahínco por fabricar un discurso en el que las ideas desempeñan un cometido central no le impide obtener, sino más bien todo lo contrario, un prominente grado de prestancia en las formas. Estimulado tal vez por su melomanía, Carlos Álvarez impregna sus versos de eufónicas sensaciones musicales. Así ocurre en tantos textos de Papeles encontrados por un preso (1967), Eclipse de mar (1973), Aullido de licántropo (1975), El testamento de Heiligenstadt (1985) o Memoria del malentendido (1993), por alegar sólo algunos títulos. Valgan como pruebas, entre las muchas que podríamos traer a colación, el poema «Pentecostés», de Reflejos en el Iowa River (1984), donde la coordinación aliterativa rescata, con proverbial soltura, acordes e impresiones melódicas próximas a la concupiscencia de oído de nuestra mejor poesía barroca:
[…]
Mas nada me advirtieron, y, aunque fuera
moneda necesaria, no algo inútil
y lleno de hermosura,
lo recogí al pasar entre sus calles
como baldosas que alguien ha lavado
con cariño y tesón, verbos viajeros
que saben navegar como galeras,
consonantes etéreas, tan exactas y marmóreas vocales, laberínticas
oraciones que ocultan su dibujo
para brotar de pronto como un géiser.
O este soneto del Aullido, de ilesa orfebrería:
Tronco esmeralda yerto en la ribera
varado en la vertiente de mi sueño,
navegante vestal, rugoso leño
sembrado en el erial de mi quimera,
altanero vestigio de otra era
de angustia sideral, del hombre dueño,
fantasmal apariencia de mi ensueño
que trae al alma su inquietud primera…
como a un dios vertebral de culto frío
tranquilo en el altar de su remanso,
cada noche en mi sueño sin descanso
peregrina hasta ti mi desvarío,
deidad horizontal, silencio manso
en el continuo suceder del río.
También el perfeccionismo artístico, cuando subvierte la liturgia de unas formas lastradas ideológicamente, puede ser un acto de insurrección contra el adocenamiento cultural y el filisteísmo sociológico. Carlos Álvarez ha explorado en su poesía, con excepcional acierto y desenvoltura, hondas percepciones en torno a la naturaleza y la música, a Andalucía, a su peculiar atisbo de la cultura helénica, a la mitología del cine y la literatura de terror, a los deslizamientos introspectivos, exhibiendo así una dilatada gama de registros y un compacto y profuso inventario de referencias culturales que elude, sin embargo, el estomagante derrotero de la superflua ornamentación del culturalismo.