La poesía social no es un atentado contra la belleza sublime como aseveran los estetas profesionales ofuscados por sus recónditos complejos. Toda literatura es social y se instala, como decía Althusser, en una demarcación intermedia entre la ideología y el conocimiento científico: deja traslucir, indirecta pero inexorablemente, una visión del mundo, una estructura mental transindividual que implica a la colectividad en la génesis de la creación sin por ello mermar la libertad del creador que opera, eso sí, con un imaginario reglado por la referida estructura comunitaria —Goldmann—. Voliciones, pulsiones, plagas emocionales, constelaciones axiológicas, apetitos, certezas, desvaríos. Y siempre el subsuelo social. ¿Qué puede replicar el puritanismo preciosista ante el inobjetable realismo político de las Soledades de Góngora —tradicionalmente consideradas como una de las grandes pirámides de la lírica impoluta—, escrupulosamente indagado por John Beverley? Lo social no es un movimiento literario o artístico; es una dimensión ineludible del ser humano, una impronta sustantiva en todas sus acciones. En España hubo una emergencia de poesía, de literatura social, entre 1950 y 1965. Antes la hubo también en los años que precedieron a la guerra civil, así como durante la contienda: una literatura declaradamente política, combativa, de revolución sembrada en las calles, en las trincheras. La posguerra trajo una lírica desarraigada predecesora de una poesía ya netamente social que surgirá a principios de los cincuenta —Blas de Otero, Celaya, Leopoldo de Luis, Vicente Gaos y tantos otros— y que, discurriendo con propiedad, es todo menos una corriente poética o un evangelio literario. Pablo Carriedo Castro («Breve revisión de la poesía social de posguerra (1939-1975): un concepto de época», Estudios humanísticos. Filología. nº27, Universidad de León, 2005) sostiene que «si ya la propia naturaleza del fenómeno —de la poesía social— no está clara, tratar de describir su morfología sistemáticamente parece, poco menos, que imposible. La diversidad que presenta este modelo de creación en sus textos desborda cualquier definición formal o expresiva». Carriedo advierte una norma general hacia el realismo, pero con directrices estilísticas extraordinariamente variadas: desde el clasicismo, la vena popular o el existencialismo, hasta lo épico, lo erótico-amoroso y lo elegíaco, pasando por toda suerte de experimentalismos o posiciones neorrománticas. El repertorio de temas, por su amplitud y diversificación, tampoco ayuda a corroborar con exactitud ningún tipo de encasillamiento. Es, eso sí, una poesía de ideas que mira críticamente hacia la realidad. El factor de calidad no es patrimonio exclusivo de ningún credo estético. El valor artístico de lo social a lo largo de la historia es un dato objetivo e irrecusable. Carlos Álvarez había escrito bajo la dictadura franquista: «Si no consiste en ofrecer la rosa / y en clavarse la espina hasta que muerda / para que llegue limpia a nuestro hermano, / ¿en qué consiste entonces ser poeta?» («Seguiremos sembrando, por lo tanto…», Tiempo de siega y otras yerbas, 1970). Era un rechazo ética y estéticamente legítimo de los hermoseamientos verbales y las futilidades bucólicas en un Estado policiaco. Es entonces cuando «en la tasca del barrio, cuando muere el crepúsculo / y el vino más barato nos inunda de besos» («En la taberna», Poemas de la tierra prohibida, 1960) brota espontáneamente la solidaridad. Pero el secreto de lo humano se eclipsa:
Realmente, ¿qué sabemos?
No me refiero al cosmos, a la muerte…
problemas infinitos y que escapan
a través de mis dedos, como el agua.
Yo no voy por ahí:
mi pulso
no se desborda al pie de la plegaria,
la duda o el dolor del desenlace.
Lo que a mí me preocupa
es esa puerta opaca de la carne
que me impide
llegar a la verdad del ser humano…
«Pequeño poema a mis compañeros de tranvía», Noticias del más acá, 1964
Ángela Figuera Aymerich, con su efusivo humanismo existencial y solidario, dejó interesantes vestigios en la formación poética de Carlos Álvarez: la calidez, la sacudida cordial ante la aflicción, pero también la rabia y el vaho terrestre de la poesía que escribía la poeta bilbaína en «Nadie sabe»:
Pisa la tierra. Vierte la simiente.
Coge la flor y el fruto. Sin palabras.
Pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.
[…]
Clama sin gritos. Llora sin estruendo.
Cierra las fauces del dolor oscuro,
pues nadie sabe nada de las lágrimas.
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