Carlos Álvarez: poesía y resistencia

Carlos Alvarez

 

Carlos Alvarez Una gran mayoría de los expresionistas alemanes se metieron de lleno en la izquierda política. El Novembergruppe —Grupo de Noviembre, con gente como Max Pechstein, Cezar Klein, Ernst Toller, Georg Tappert o Moritz Melzer— apoyó el movimiento revolucionario de noviembre de 1918 que derrocó al Kaiser Guillermo II. En enero de 1919 un grueso contingente del expresionismo estuvo también con la Liga de Espartaco frente a Hindenburg y al gobierno socialdemócrata de Ebert. Un manifiesto de los noviembristas notificaba: «No somos ni un partido ni una clase, sino hombres que no se arredran ante la dificultad del puesto que les ha asignado la Naturaleza; y nuestro trabajo, que debe ser tan útil para el pueblo como cualquier otro, debe salir al paso de los intereses de todos y contar con su consenso y aprobación». En 1924, yendo todavía más allá, se instituye en Berlín Die Rote Gruppe —El Grupo Rojo—, una organización de artistas —sobre todo, aunque no solamente, pintores y dibujantes—, afiliados al Partido Comunista Alemán (KPD) presidida por Georg Grosz y en la que estaban, además, John Heartfield (Helmut Herzfelde), Rudolf Schlichter, Karl Witte, Erwin Piscator y otros. Esta asociación elaboró su correspondiente manifiesto con diez puntos en el que se prescribía un arte no ya comprometido sino militante: «contribuir a reforzar la propaganda comunista en estrecha colaboración con los órganos centrales y locales del partido y a través de los medios literarios, figurativos y teatrales, y a organizar un trabajo colectivo sistemático para sustituir el modo de producción, hasta ahora bastante anárquico, de los artistas comunistas». El clima del Grupo Rojo era ya el Realismo Expresionista, en el que nos topamos con nombres como Käthe Kollwitz, Ernst Barlach, Otto Dix, Max Beckmann, Hans Grundig y nuevamente John Heartfield. En suma, todos ellos creadores dentro de un experimentalismo socialmente beligerante, los cuales, con mucha más temperatura socio-revolucionaria que otros movimientos de vanguardia, supieron convulsionar las formas sin menoscabo de un drástico compromiso social y político. Lo mismo puede decirse del Dadá alemán o del Futurismo soviético (Mario de Micheli: Las vanguardias artísticas del siglo XX, Alianza, Madrid, 1999). Resonancias del expresionismo son captables en determinados tramos de la obra de Carlos Álvarez. Una prosa de Memoria del malentendido —«Un visitante en el museo»— tiene el aire sofocante que envuelve a los dos solitarios personajes representados en sendos lienzos de Grosz: El hombre enfermo de amor (1916) y Una víctima de la sociedad (1919): «Nadie lo vio entrar, a la hora más clandestina, ya sin colores, todavía sin sonido. Recorrió con paso sonámbulo las estancias, y de improviso se encontró con su propia imagen, tal como había sido antes, recuperada para los tiempos venideros como si no la hubieran surcado las arrugas de la humillación: el cabello cuidadosamente ondulado, repartido en perfecto equilibrio a ambos lados de la cabeza oval; la corbata impecable. Al llevarse la mano al cuello desprotegido le sobresaltaron los lamparones que rompían, de forma indeseada, la monotonía parda de su manga derecha. […] Reconoció algún viejo papel con signos trazados por su mano, que le hablaban de épocas más dichosas. […]». El misterioso visitante es el protagonista de Melmoth el errabundo, novela gótica de 1820 de Charles Robert Maturin: «Sebastian Melmoth despertó en su mísera yacija del sórdido hotel parisino donde veía cómo iban acercándosele las últimas horas. Y no llegó a saber que había sido un error, un malentendido, el sombrío episodio del rincón de Reading cuyo recuerdo oprimía un corazón a punto de rendirse». Igualmente el poema «…esa cabeza oblicua, que parece sin ojos» de El testamento de Heiligenstadt bien pudiera conducirnos hasta el óleo Hirsch anciano (1907), en el que Oskar Kokoschka retrata a su amigo el industrial Wilhelm Hirsch; o hasta el autorretrato del propio pintor (1916) del Von der Heydt-Museum de Wuppertal:

 

…esa cabeza oblicua, que parece sin ojos
y hasta a mirar renuncia para unirse al refugio
que la sombra le ofrece; que no escucha el consuelo
de la música alada porque ofensas no lleguen
a taladrar la noche que el cerebro repose…
y esa mano sin tacto, temerosa
de arrebatarse en sangre o en licor nauseabundo;
el vacilante
paso que a ningún lago de sosiego conduce,
¿a qué hostil y misántropo obstinado
pertenecen? ¿De quién la herencia triste?

 

O la composición, también de El testamento, «Más no por no saberlo no está escrito», que bien podría adjuntarse a la espesa escenografía del Tríptico de la gran ciudad (1927-1928) de Otto Dix:

 

Sangre, idioma, cultura, pensamiento,
voluntad regresiva o navegante
y amor o su contrario, solidarias
palabras o la blanca indiferencia
por lo que no es lo propio, ya en el germen
que al azar deposita un ser en otro
se encuentran… y el cansancio sin reposo
que indicará el final de la jornada.
Tomemos por ejemplo a aquél que viene
por el ágora y entra en la taberna
sin el denario justo en el bolsillo.
O a ese otro que va con torpe paso
y en nadie la mirada se complace
y apenas si repara…
Uno quiere expresarse, y no lo entienden.
Quiere el otro ser vuelo inadvertido,
pero ya le reclaman su presencia
las voces que él rechaza. Aquella sombra
de ritmo fugitivo, vacilante,
que se oculta —lunático o leproso—,
¿por qué, por dónde y cuando y quién la máscara?

 

Las experimentaciones de Carlos Álvarez —siempre de un incitante sesgo figurativo que no descarta la contorsión escarnecedora— no se contagian ni de las huecas estridencias ni de las indescifrables sandeces del trapisondismo camelístico de las falsas vanguardias.

 

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