Sonó la hora en que Larry Talbot «sintió la necesidad de expresar poéticamente cuál había sido su estado de ánimo unos momentos antes de la transformación y el asesinato». La descomposición de los cadáveres no trastornaba su estro, su entrenada delicadeza lírica. Aquellos que entonces eran poemas bien pudieran «convertirse en elemento de prueba en un posible sumario procesal por asesinato». Como así fue. Pero los tribunales eran reacios a las exquisiteces de la versificación y no entendían nada de alquimias verbales. «La finalidad última del asesinato considerado como una de las bellas artes —sostenía De Quincey— es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, o sea, “purificar el corazón mediante la compasión y el terror”». Para Talbot matar era algo más que una predestinación; era su quidditas, es decir, su esencia según la terminología de los filósofos medievales:
Pero el terror, ajeno; el gozo, mío.
La muerte en el reverso de mi mano,
pero en la palma el grito del que nace, la torrentera dulce de la vida,
la risa del orgasmo, el yo más pleno.
Que nunca soy más yo que cuando mato.
El crimen del licántropo, si es que aquí se puede hablar de crimen, ¿no es un eslabón más de la euritmia cósmica?: «Admirables el orden, la belleza / (cuando mato) de la naturaleza / como un encuadre absurdo de Buñuel». Larry fue un profeta antigregario y enigmático, «su república no era de este mundo». Su emblema era la luna:
y la luna, mi amor, me asalta a veces
desde el espejo más inofensivo,
(si hay espejo que pueda estar sin culpa)
desde la esquina en que dormita un árbol,
(si hay árbol sin rama estremecida).
El amor, ese castigo insoslayable per naturam, traía de cabeza al hombre-lobo y le inspiraba versos estupefacientes: «Mi mente, como el sol, está en lo alto: / en las regiones del amor vertida, / no en el asesinato»; versos de cálido hermetismo:
Ya lo sabes, amor: al plenilunio,
cuando derrama su embriaguez perfecta
sobre la oscura paz de los caminos
la bailarina esclava de la tierra,
fruto soy de una alquimia indeseada
que me convierte en lobo, y en mí deja
cuchillos como fúnebres cipreses
y el ansia de clavarlos como empresa.
Larry Talbot, muy en su rol de caballero andante, se excusa quijotescamente ante una amada más abstracta y platónica que empírica:
¿Cómo no ves, amor, lo que es tan cierto?
A pleno día, sí, te soy sincero,
camino como todos, tan derecho
como cualquiera. Pero el lobo…
pero el lobo, mi amor, está al acecho
de una luna que brille o de un recuerdo.
Del recuerdo que ahora estoy sintiendo
que me afila el colmillo y el deseo.
El sensualismo astrológico; la fruición erótica como derramamiento; la remota épica de las metamorfosis —Osiris transfigurado en lobo para salvar a su hijo Horus y a Isis en su contienda con Seth—; el venero de las etimologías —Licaón, rey de Arcadia, transmutado en lobo por dudar de la divinidad de Zeus—; la matrícula de la historia —Segismundo de Luxemburgo, césar del Sacro Imperio y rey de Hungría, que terció en el Concilio de Constanza, celebrado entre 1414 y 1418, para que la Iglesia reconociera oficialmente la existencia de los hombres-lobo—, etc. El grito telúrico que desgarra la noche:
Pero un aullido blanco me reclama,
y a mi cerebro acude vagamente
la imagen de una sangre arrodillada
delante de mi furia,
…y mi camisa rota;
…y el riachuelo robándole a mi cara
y a mis manos la huella del nocturno:
la huella de una angustia derramada….
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