Después de Franco; durante el escamoteo de la Transición y después del trágala de la Constitución del 78; después de la entrada en la OTAN; entre los cuentos de las mil y una noches del juancarlismo; a todo lo largo del trapacero y picaresco deambular de la ejemplar democracia española —nada participativa y en la que los votantes cuatrienales devienen meros espectadores del libérrimo albedrío de los políticos y de la grandes pasarelas de la venalidad, la malversación, el nepotismo y el enriquecimiento exprés de una minoría de favoritos— todavía sigue Carlos Álvarez reincidiendo en sus flagrantes insurgencias, aguando la fiesta, desentonando impúdicamente con el idílico paisaje que ensalzan los mandarines del ruedo ibérico aplaudidos por sus clientelas:
[…]
yo,
viajero de la Historia más oblicua,
testigo agazapado en la penumbra,
barro
difuminado en sombra
o acaso vuelo musical y lámpara
de un sol molto vivace
«En este aquí, y en el exacto ahora», El testamento de Heiligenstadt, 1985
Para una exhaustiva y esclarecedora comprensión de los entresijos del rocambolesco tránsito de la dictadura a la democracia en España, véase el capítulo «El posfranquismo y la guerra fría», en Joan E. Garcés: Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles. Siglo XXI, Madrid, 2000, 2ª ed. La investigación del otrora asesor del presidente chileno Salvador Allende, irreprochable en su copiosa y selecta documentación, no tiene desperdicio: «Retener el control estratégico sobre España después de Franco era un programa común de la Alianza Atlántica, aplicado en común. Si el 2 de junio de 1975 un colaborador del presidente Gerald Ford revelaba —tras la entrevista de este último en Madrid con el todavía sucesor designado, Juan Carlos de Borbón—, que “la transición gubernamental en España se efectuará en el transcurso de los próximos cinco años”, el siguiente 24 de septiembre F. [F de Felipe] González Márquez repetía en el diario sueco Dagens Nyheter: “espero la instauración de la democracia en España de aquí a cinco años”. Los grupos que en 1977 fueron legalizados y emergieron controlando la escena política eran precisamente los selectivamente financiados desde gobiernos de la Coalición de la Guerra Fría. Por su parte, Santiago Carrillo ya antes de que muriera Franco (noviembre de 1975) había comprometido al Partido Comunista en “no mover ni un dedo hasta que don Juan Carlos sea coronado Rey”, y en “reconocer la monarquía a cambio de la legalización de su partido”. […] La programada operación sucesoria halló, ciertamente, resistencias, superadas por la combinación de los efectos de la intervención preventiva y actuaciones ad hoc. Durante el primer trimestre de 1977 la operación estaba bastante afirmada entre los equipos en torno de Carrillo y González Márquez como para que ambos, de la noche a la mañana, abandonaran las consignas de gobierno provisional, referéndum sobre la forma de Estado y otros postulados hasta entonces enarbolados en público. Logrado lo cual, el 14 de mayo de 1977, antes de que el electorado acudiera a las primeras elecciones parlamentarias desde febrero de 1936, don Juan de Borbón, conde de Barcelona se inclinaba a su vez y renunciando a sus derechos cedía la legitimidad dinástica a su hijo. De este modo, el 15 de junio de 1977 se abrieron las urnas sin reconocer a los ciudadanos la libertad de elegir la forma de Estado y de gobierno». Incurablemente republicano, Carlos Álvarez se abstuvo de dar su visto bueno a las componendas de la izquierda con la corona legada por el franquismo. Lo hizo no sólo por herencia paterna o adhesión sentimental al orden democrático legalmente erigido en España el 14 de abril de 1931 —ilícitamente derribado por el levantamiento de julio del 36—, sino, además, por un profundo convencimiento de racionalidad y moralidad políticas. La causa republicana ha sido y es uno de los ejes del alineamiento político de Carlos Álvarez, quien, a pesar de sus años, aún preserva los pertinentes bríos para aguantar en la brecha: concentraciones y manifestaciones —contra la guerra, por la III República—, homenajes —como el organizado por la Filmoteca Nacional en abril de 2007 a la actriz, y bizarra militante anticapitalista, Julia Peña, fallecida en noviembre del año anterior; o el de los 90 años de lucha de Marcelino Camacho, en marzo de 2008—; charlas y coloquios —Tertulias Republicanas en La Cacharrería del Ateneo de Madrid; una de las más recientes en febrero de 2007—. Carlos y yo coincidimos un tiempo como colaboradores en la revista Política, que editaba la Comisión Ejecutiva Federal de Izquierda Republicana. «Ser republicano —aseveraba el poeta en una disertación de 2003— significa tener una tendencia vital, una posición ante los demás, una propensión a creer que los límites del ser humano no son los de su propia piel, sino que cada yo está inmerso en un nosotros del que formamos parte, y que no admite otra escala de valores ni otra jerarquía que las del merecimiento» («Cultura y república», mesa redonda en el Club de Amigos de la UNESCO. Unidad Cívica por la República, marzo de 2003). En este mismo texto, recordaba Carlos Álvarez una conferencia suya, dada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, en la que había dicho lo siguiente: «que el rey si pudiera me ahorcaba se deduce de que el rey, cuando pudo, me ahorcó […] Que el Papa, si pudiera, me quemaba, se deduce de que el Papa, cuando pudo me quemó». El poeta atribuía el haber sobrevivido a tales experiencias al hecho de que, «como consta en los archivos policiales, soy licántropo».