En su monumental trilogía novelesca La Estética de la resistencia (I: 1975; II: 1978; III: 1981. Edición en español: Hiru, Hondarribia, 1999), Peter Weiss contribuye al entendimiento de la ardua problemática suscitada alrededor de las interconexiones entre la creación artística y la política a lo largo del siglo XX. Una cuestión primordial que abarca la práctica totalidad de la pasada centuria y que se prolonga en esta que ahora vivimos, a pesar de ciertos sospechosos dictámenes, procedentes de los cenáculos más espurios y neoconservadores —aunque no pocos de ellos trajinen bajo la cobertura de una presunta y corrompida izquierda: terceras vías e izquierdas vergonzantes proclives a las veleidades del eclecticismo—, que certifican —tras la caída del muro de Berlín— la superación de la mencionada disputa en el inverosímil marco teórico del pragmatismo a ultranza y el relativismo descabellado. Desde estos sectores que defienden un regreso a la virginal pureza estética y a la reaccionaria sacralización del individualismo en materia de arte y literatura, en perfecta afinidad con las ordenanzas ideológicas más decididamente ultraliberales, se pregonan —entre recalcitrantes denuestos contra el análisis marxista de la realidad histórico-social y cultural— las excelsitudes del pensamiento débil como hallazgo supremo de la escolástica posmoderna, esa falible pero rentable entelequia que no es sino el penúltimo refugio del nihilismo elevado al rango de doctrina omnicomprensiva. Sin embargo, aparte de que la tozudez de los hechos desmiente sin paliativos semejantes falacias, basta para disolver tales malabarismos seudoteóricos con aplicar unos parámetros racionales de observación e interpretación a la dinámica de un sistema cuyo absolutismo social es instaurado por oficio de las macroestructuras de control institucional, económico y mediático. Una de las premisas fundamentales esgrimidas por esta despótica y mundializada confabulación consiste en decretar la incompatibilidad entre estética y política. Esta superchería no es, por supuesto, un descubrimiento reciente. Lo que resulta decepcionante son los óptimos efectos de estandarización conseguidos por esa arrolladora maquinaria propagandística sobre amplios segmentos del campo académico y de la crítica, en los que toman vuelo cada vez más los estratos abducidos por la oficialidad y crematísticamente maniatados por su vinculación a potentes y boyantes círculos de intereses. Según Roso Grimau («Qué es el Pensamiento Crítico Latinoamericano y cómo a través de la batalla de las ideas podemos contribuir a reforzarlo». Kaosenlared. 28. 04. 2008): «El sistema capitalista ha desarrollado sus mecanismos de dominación por medio de la perfección de sus métodos de inducción de conductas colectivas y de manipulación de conciencias, los cuales están presentes en toda la superestructura del Estado de una manera que transversalizan todos los poderes presentes en las formas de gobierno de nuestros llamados gobiernos democráticos. La cultura de la explotación y la dominación se hace visible en todas las esferas de la acción humana, no solamente a través de los mecanismos de dominación económica, política y militar, sino que además se ubica dentro de nuestros sistemas educativos, sociales, culturales, artísticos, filosóficos, cognoscitivos, jugando a diario con nuestras conciencias, con nuestro subconsciente, asumiendo a veces sin siquiera percatarnos conductas que se contradicen con nuestras concepciones de izquierda». El analista venezolano continúa diciendo en su artículo: «El saber académico enquistado en todos nuestros sistemas educativos se encuentra completamente mediatizado por el statu quo, que ha logrado en algunos casos infiltrar las conciencias incluso de quienes se dicen ser académicos de izquierda, y en otros casos se han dejado comprar por los pequeños beneficios concertados por organismos que retribuyen económicamente a los investigadores y académicos por el número de artículos publicados en revistas reconocidas. Los académicos de izquierda han sido formados en el subsistema educativo neoliberal que busca reproducir y afianzar el modelo de dominación y explotación capitalista, y lamentablemente no han conseguido romper con el cordón umbilical que los amarra a él, llegando no sólo a usar en sus discursos los conceptos neoliberales, sino que hasta los aplican y reproducen en el quehacer habitual convirtiéndose en instrumentos del sistema». Roso Grimau propone una «necesaria y urgente distinción entre ser académico o ser intelectual». La irresistible ascensión de la literatura-excremento se infiere de la debacle cultural instigada por el sistema. Wolfgang Iser, con su teoría del efecto estético, que no es sino una teoría de la lectura —sólo la lectura es lo que hace del texto una obra—, pone de relieve la entidad de las capacidades cognitivas e intelectivas del lector, quien sería el auténtico creador-reconstructor del texto. La significación textual depende de la capacitación y preparación del que lee. Parece sensato, pues, relacionar el desplome educativo y cultural, patrocinado por los Estados Mayores de la globalización, con el fomento y la gloria de una literatura de baja estofa devorada por lectores desvalidos y rudimentarios. Los aplausos y laureles son cosechados, de forma abrumadora, por mediocres, serviles y paniaguados autores de libros repletos de irritantes nimiedades, archimanidos embrollos y todos los insulsos tópicos incubados en el cenagal de lo políticamente correcto.
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