Cuando era niño Carlos Álvarez se entretenía con el Juego de la Aduana, que estuvo muy en boga en las décadas de los veinte, los treinta y los cuarenta. Una banca, una subasta, cinco cartones, ocho dados. Ganar y perder. En 1977 Carlos Álvarez publica El martillo y la campana pagan al caballo blanco, un libro poético donde ese juego de mesa se reviste de un inquietante simbolismo. El niño Carlos Álvarez era un competidor atrevido: «sólo diré que yo tentar solía / la fortuna en la suerte más difícil». Estos son versos del poema «Es una imagen que tenaz me avanza», en el que hay una reflexión autobiográfica sobre la viciada atmósfera de posguerra a propósito de un pasatiempo y una premonición de pugnas vitales y vaivenes de fortuna:
Frustraciones
más tarde,
comprobé que en aquel juego
—y hablando estoy no sólo de mí mismo—
se encerraba un misterio que la vida
gota a gota gustó de desvelarme:
que no siempre enriquece la ganancia,
vale más detenerse ante la puerta,
impagable es la usura de los dioses.
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