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Del franquismo a la reforma

Del franquismo a la reforma

A lo largo de los últimos años han aparecido numerosas obras centradas en la transición. Algo que resulta perfectamente lógico si tenemos en cuenta que los historiadores del siglo XX han dirigido preferentemente sus esfuerzos al estudio de la guerra civil, el primer franquismo y la transformación política democrática de la segunda mitad de la década de los setenta. El interés por esos períodos responde a varios factores, algunos de los cuales son ajenos a la esfera científica y otros son comprensibles dentro del afán revisor que es consustancial a la tarea de reconstruir el pasado. Más difícil de entender es la práctica ausencia de trabajos centrados en el segundo franquismo, salvo contadas excepciones. Parece como si desde los años más duros de la posguerra y la dictadura franquista se hubiese dado un salto en el vacío hasta la reforma política democrática. Y esta percepción pública abrió durante décadas un territorio bastante cómodo para las conciencias de todos aquellos que querían deslindar el franquismo del sistema democrático. De ese modo, la dictadura quedó atrapada en sus primeros lustros mientras la democracia nació tras 1975, dentro de un notable ejercicio de disociación profiláctica. Nada tenían que ver los dos regímenes y nada tenían en común.

La reacción tardó en llegar, pero lo hizo con tanta intensidad como indisimulado sesgo. En la primera década del siglo XXI floreció con fuerza la denominada recuperación de la memoria histórica que centró su foco en el período de la guerra civil y la posguerra. Que era necesario profundizar en el estudio de aquel período parece fuera de toda duda, más aún si tenemos en cuenta que todavía a finales del siglo XX había cátedras universitarias que no ocultaban su reluctancia ante ello. Pero faltó calidad, rigor metodológico y aspiración a la objetividad ante las prisas por subirse al carro y la impregnación ideológica de los proyectos que lo mismo creían en la existencia de la “memoria histórica” que en su presunta “recuperación”. Las ligerezas e improvisaciones de todo aquello quedan en evidencia cuando ya nadie quiere (ni siquiera sus más conspicuos artífices) mencionar la expresión “memoria histórica”, prefiriendo ahora el tratamiento menos comprometido de “memoria democrática”. Obviamente, no se trataba tanto de hacer historia (salvo excepciones) o hacer justicia (con otras excepciones) sino de establecer un hilo reconstructor de nuestro pasado con un objetivo muy claro: si la guerra civil había desembocado en una dictadura de 40 años y de esa misma dictadura salieron los hombres que protagonizaron el cambio político -comenzando por el propio monarca- la resultante era que el régimen del 78 no fue otra cosa que una actualización del franquismo. Aunque le llamasen “democracia” nunca lo fue y, por tanto, el mejor proyecto de futuro descansaba en dinamitar por completo el sistema para fundar una nueva república, esta vez –ahora sí- verdaderamente democrática.

Las dos perspectivas descritas –con sendos ángulos ideológicos de respaldo- han ejercido su presión entre el gremio de los historiadores profesionales. En este aspecto arrastran un lastre similar al de los periodistas o los jueces, por poner dos ejemplos. Si lo que escribe un historiador (como la sentencia o el voto particular de un juez o la columna de un periodista) no se ajusta a la idea predominante, a la corriente mayoritaria del momento o a las directrices de lo políticamente correcto, corre el riesgo de ser castigado con el ostracismo, la pública crítica o la venganza corporativa. La historia, para los instalados en los parapetos desde los que disparan a los incómodos, debe hacerse con más compromiso que visita a los archivos, con la militancia y el sesgo debidos ante la fastidiosa verificación de hipótesis, bajo formatos tendentes a la difusión oral –en un marco de historia “espectáculo”- capaz de reconfortar a los fieles con lo que quieren oír. Sólo en un contexto tan envilecido se permiten los “unos” acusar de asesinas a las Trece Rosas, mientras los “otros” silencian sin sonrojo las checas o la violencia descontrolada en la zona bajo la autoridad del gobierno de la Segunda República. A eso se le llama, sencillamente, insolvencia intelectual.

Miguel Primo de Rivera con su hijo
Miguel Primo de Rivera con su hijo Michi

Pero si hay algo que une a las dos trincheras –más allá de sus recíprocas coces dialécticas- es el desprecio por el segundo franquismo. Para unos porque la dictadura se quedó congelada allá en los cuarenta y el mundo volvió a la luz en el amanecer del 20 de noviembre de 1975. Para otros, porque el franquismo nunca evolucionó lo más mínimo y se permitió, incluso, mimetizarse tras la muerte del dictador para dar lugar a una falsa democracia. Que esto sea sostenido sin rubor por representantes públicos nos proporciona una idea de la degradación de la política en España de unos años a esta parte. Sorprende que no conozcan o ignoren deliberadamente las memorias y los testimonios de no pocos protagonistas del cambio político que desde la dictadura realizaron el tránsito político a la democracia. En los ochenta ya aparecieron las memorias de Rodolfo Martín Villa y de Salvador Sánchez-Terán, ministro de la Gobernación y gobernador civil de Barcelona respectivamente que impulsaron el cambio político y tramitaron el retorno a España del presidente de la Generalitat, Josep Taradellas. Los dos venían del franquismo. La misma procedencia que tuvieron Manuel Ortiz Sánchez (asesor de Suárez), José Miguel Ortí Bordás (subsecretario de Gobernación, 1976-1977), Eduardo Navarro Álvarez (subsecretario de Gobernación, 1977-1978) o, en menor medida, el periodista Emilio Contreras Ortega (gobernador civil de Ávila en 1978). En sus páginas se demuestra que muchos hombres que actuaron bajo la dictadura fueron conscientes de la imposibilidad de mantener el franquismo sin el general Franco. Fueron hombres que no habían hecho la guerra, eran en su mayor parte técnicos y profesionales que comenzaron a desarrollar sus carreras desde los años cincuenta y sesenta, y entendían que su futuro no debía transitar por las trágicas experiencias del pasado.

También el propio biografiado por Manuel Ruiz Romero –Miguel Primo de Rivera y Urquijo- publicó sus propias memorias, tituladas significativamente No a las dos Españas. Memorias políticas (2002). Ciertamente aún nos faltan las memorias más importantes (por ejemplo, el testimonio directo de Adolfo Suárez, protagonista directo del tránsito político), pero resulta difícil sostener que el segundo franquismo fuese ajeno al cambio político que se produciría durante la segunda mitad de los años setenta. Eso no significa que la democracia naciera del franquismo, pero sí que durante los últimos lustros del mismo se desarrollaron procesos que tendrían trascendencia años más tarde. La propia Ley Orgánica del Estado (1967) fue la que abrió las puertas a la reforma de las Leyes Fundamentales.

Julio Ponce Alberca, Universidad de Sevilla

Reseña del libro de Manuel Ruiz Romero: Del franquismo a la reforma. Miguel Primo de Rivera y Urquijo. Una biografía política, (Jerez de la Frontera, Tierra de Nadie editores, 2019).

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