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El viaje interior de Julio Asencio

El viaje interior de Julio Asencio

Julio Asencio, Los espejos desvelados, Tierra de Nadie Editores, Jerez, 2006

El suenho_Puvis_de_ChavannesLos espejos desvelados, segundo poemario de Julio Asencio, es en realidad el primero en orden de escritura. Escrito entre mediados de los años 80 y principios de los 90, su autor ha tenido la paciente contumacia de esperar más de diez años para que estos primeros poemas suyos salgan a la luz. Y esta es, a mi juicio, la primera lección que, sin quererlo, ofrece el poeta y profesor Julio Asencio a los lectores que se acercan a estos «espejos desvelados»: no rendirse nunca, aguantar como sea las veleidades del momento y mantener siempre la confianza en uno mismo. «Ante tales reveses –nos dice el autor−, la paciencia y la constancia son las mejores aliadas del poeta, el cual no debe desesperar nunca y aguardar su momento».

Pero, avatares editoriales al margen, lo que verdaderamente importa de un libro de poemas es el resultado final; si su lectura nos conmovió, nos sorprendió o nos mostró algo −certeza o enigma− que nos estaba vedado. ¿Qué otra cosa buscamos, al leer un poema, sino experimentar ese ligero temblor que nos ayude a salir del letargo de “los días sin promesa”, de la grisura de un tiempo que ha hecho de lo superficial su ondeante bandera?

Profundizar, ahondar, escarbar en lo más hondo de su conciencia para llegar a lo más puro del vivir –que es ser uno mismo–, ese es el noble y quijotesco empeño que se impuso el poeta con estos «espejos desvelados». Aunque para conseguirlo, al autor no le ha quedado más remedio que desnudarse ante el espejo de su propia identidad, e ir despojándose lentamente de sus sucesivas máscaras. Ejercicio doloroso sin duda, pero necesario para quien quiere desvelar ese secreto que lo obsesiona y lo consume: el verdadero rostro de su yo profundo.

No nos debe extrañar, por lo tanto, que el primer poema del libro, «Algo permanece», se refiera a esa atávica y terrible herencia de nuestra tradición judeocristiana que es el sentimiento de culpa. Somos –parece querer decirnos nuestro querido autor– el fruto de nuestro pasado, al cual estamos ligados por emociones y experiencias que nos trascienden:

Entre los bastidores, se le siente
desgajarse despacio de las sombras
con su rastro viscoso,
el hedor húmedo de su náusea.

Espíritu latente del hastío,
del pasado resurge para usurparlo todo
dejando entre los huesos su estupor,
un asco subrepticio.

(…)

Este poema, dicho sea de paso, constituye un raro ejemplo de utilización del lenguaje como una sustancia capaz de alterar nuestra percepción de la realidad por medio de una precisa combinación de elecciones léxicas; como ocurre también con «Composición de lugar», su particular homenaje al cine negro (tan en boga en la poesía de los años 80 y principios de los 90), en el que se describe el escenario de un crimen, «el lóbrego recinto / donde se perpetrara el melodrama».

Pese a ser un libro iniciático, Los espejos desvelados presenta algunas cualidades propias de un poeta más maduro. En primer lugar, porque la demora en su publicación ha permitido que su autor crezca en experiencia y tiempo, y eso ha dotado a su poesía de una mayor carga reflexiva. Pero, además, Julio ha estructurado el libro con la paciencia y precisión de un relojero suizo, de manera que cada poema ocupa dentro del conjunto el sitio preciso en el orden que le corresponde.

Y esa sensación de unidad se extiende por todo el libro creando en el lector un efecto balsámico que pondera el tono dramático del conjunto, desde el infierno personal de «Teatro de sombras», la primera de las tres partes del libro, con poemas como «Romance náufrago», «Estigma» o «Íntimo reducto», hasta su particular paraíso, que haya su cúspide en «El Aleph», poema que cierra el libro y en el que Julio evoca la idea borgiana del demiurgo, por medio de la cual

el poeta busca la palabra única
en que se cifran las demás palabras,
el signo que encierra los otros signos.

El poema que contenga el mundo entero:
¡el verso en que la vida entera vibre!

 

En poemas así, ya distinguimos en Julio a ese autor de expresión cuidada y rigurosa al que le gusta exprimir al máximo las posibilidades del idioma, no sólo desde el punto de vista léxico o verbal, sino también por su manejo del ritmo interno del poema. Sin embargo, vislumbramos dos registros expresivos, no marcadamente diferenciados, pero sí latentes en el libro. Uno, predominante, caracterizado sobre todo por el uso abundante de los recursos estilísticos y la dilatación de la sintaxis; y otro más depurado y fluido, que es donde el autor hace sonar, en mi opinión, las notas más intensas y verdaderas de estos espejos desvelados: «Adviento», «Afán», «Signos», «Oscura presencia», «Albada», «El otro narciso» o «El Aleph», por citar algunos.

Tal vez, el poema más significativo del libro sea el titulado «Signos», apenas dos estrofas escritas al estilo de las coplas manriqueñas, es decir, de seis versos octosílabos cada una, excepto el tercero y el sexto, que son tetrasílabos o de pie quebrado. El acierto de Julio en este poema reside, en primer lugar, en la elección métrica, ya que la copla manriqueña rima primera con cuarta, segunda con quinta y tercera con sexta, es decir, que ya se trata en origen de una rima suave. Además, Julio desecha la consonante y utiliza una rima asonante, ligera, casi imperceptible, adecuando un metro y una retórica clásicos a un tono y una expresión actual. En segundo lugar, en «Signos» Julio desvela las claves de su mirada poética, a través de la cual pretende salvar la belleza del mundo (unas nubes que adornan el crepúsculo, el verde de los pinos junto al agua…) y cifrar los misterios que encierran el sentido de la existencia y el paso del tiempo.

¿Qué cifra escrutas, a veces,
en esas nubes rosadas
del crepúsculo?
¿Qué ignota clave en el verde
de los pinos junto al agua,
su azul puro?

¿Qué supremo son escuchas,
tras el silencio del día,
en tu ensueño?
¿Qué último sentido buscas
entre las cosas sencillas,
ser y tiempo?

 

Las alusiones, las citas y los guiños continuos a los autores de su predilección (D. Antonio Machado, Juan Ramón, San Juan de la Cruz, José Ángel Valente, Luis Cernuda, etc.) constituyen otra de las constantes de la poesía de Julio Asencio. Pero en su caso no se trata de una pose culturalista, ni tampoco de aprovechar un motivo circunstancial que le sirva de base para la construcción del poema (o, por así decirlo, para ampliar su abanico temático), sino que, como he tenido ocasión de comprobar en algunas de nuestras eventuales charlas lúdico-literarias al calor de un buen brandy, Julio admira y ama de verdad la poesía de estos grandísimos autores, y trata de hacerla suya incorporándola a su propio que- hacer poético. Se trata, por tanto, de un elemento sustancial en su forma de entender la poesía, y no de un mero alarde de conocimientos.

Pero tal vez uno de los aspectos poéticamente más destacables de este libro tenga que ver el empleo de un tono lírico y meditativo. Fiel al principio machadiano de que la poesía es palabra en el tiempo, Julio Asencio ha optado por relegar la anécdota, la experiencia real y el tono narrativo a la condición de meros recursos en la construcción del poema, decantándose por dotar a su poesía de un mayor rango conceptual y simbólico. El simple hecho de formular esa propuesta es un signo de madurez poética, aunque ese criterio también lo sitúa al margen de la línea marcada por los llamados poetas de la experiencia, cuyo canibalismo ha devorado cualquier propuesta estética alternativa en la poesía española de los últimos años.

Sin embargo, los tiempos cambian; y con ellos los gustos literarios. Puede que haya llegado el momento de poetas como Julio Asencio, cuya base poética está bien sustentada por unos valores que se remontan muy atrás en la historia de la literatura y se orienta hacia los criterios de una poesía formalmente avanzada, que, más que evocar la realidad, persigue transformarla.

Ricardo Rodríguez

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