Caballero Bonald en su «Novela de la Memoria»

caballero_bonald

Ignacio Soldevila Durante
Catedrático emérito
Universidad Laval
Québec, Canadá

caballero_bonald Nada en una obra literaria se puede lomar a humo de pajas, y vive Dios que en una historia con adolescencias y ubicada mayormente en la ciudad de San Dionisio Areopagita tales humos debieran tener por derecho propio fuerza de fumata[i]. Y no sólo porque a un texto literario se le suele considerar exento de ruidos (utilizo el término según la ciencia de la información), sino porque, en el caso concreto del autor de Tiempo de guerras perdidas, que ahora me ocupa, es persona a quien repugna la improvisación, como lo prueba cada página de su amplia bibliografía. Y más aún, porque una de las característica más evidentes ­–aunque tal vez no tan notoria como merece– de su escritura es el cuidado y sabio uso de su caudal léxico[ii]. Nada pues, insisto, se puede tomar a la ligera en una obra literaria, cuando se pretende hacer una lectura crítica, y menos que nada los títulos con que se nos ofrecen a examen. Así que, de entrada, conviene detenerse ante todo en ese, al parecer, subtitulo, pero que, por venir acompañado de un ordinal, nos da a entender –y así lo han visto todos los críticos que en su día acogieron con justo entusiasmo este libro– que Tiempo de guerras perdidas no es sino el primer tranco de una serie cuyo título general es La novela de la memoria. Y me parece que la colocación de dicho título en la posición donde habitualmente se pondría la esperable seña de identidad genérica (memorias, autobiografía, etc.) ya nos indica que éstas son unas memorias para cuya redacción –o durante el curso de la misma– su autor ha reflexionado sobre el género y sobre el funcionamiento de su manantial, que no es otro que la memoria, cosa no tan perogrullesca como a primera vista pudiera parecer. Reflexión fecunda, porque no sólo la memoria es –según el dicho banal– una facultad tan olvidadiza como recordadora[iii], sino que vive morganáticamente con otro don del cerebro humano, la voluble imaginación, y aun sultanescamente con la loca fantasía, de cuyos vínculos proceden, como ha sabido muy certeramente detectar Caballero Bonald, estos hijos naturales que unas veces son bautizados con el nombre de ficciones verosímiles o inverosímiles, y otros con el de realidades. Con el consiguiente resultado de que los lectores demasiado fiados de los límites que marcan los nombres, tomen unas veces por verdades absolutas lo que son sutiles manipulaciones de la materia memorial, y otras veces tome por ficciones verdades mayores que puños. Y puesto que, tras un análisis semántico denotativo, memoria y novela resultarían ser términos con rasgos incompatibles (una retiene y recuerda el pasado, la otra narra acciones fingidas)[iv] no se puede pasar por alto esa estrategia del autor al ofrecernos los términos en relación de efecto y causa. No sin ambiguas consecuencias: o se trata de una novela hecha por obra y arte de la memoria, o de una novela cuyo asunto es la memoria misma. Creo que, ladinamente, el autor deja ambas puertas abiertas a la interpretación. y en el transcurso de su obra va sembrando, aquí y allá, materiales para la reflexión . Así, cuando tras relatar una peregrina y ejemplar historia de malcasados, abre un paréntesis para reconocerse consciente de que mientras rastreaba «todo ese anecdótico río revuelto» lo que hacia era «reiterar con otros fines no pocas historias vividas por mí y aprovechadas como injertos ocasionales en mi obra novelística». Y ello no sólo porque, como había aprendido muy joven en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, «para escribir un solo verso es necesario haber visto mucha ciudades, hombres y cosas» –conjetura que le ha empujado a peregrinar toda su vida, a contracorriente de un ahora famosa y arraigada costumbre familiar, de navegar en la cama alrededor del cuarto[v] –sino porque «el hecho de redactar unas memorias también equivale a montar una novela a partir de esa memoria». Y, por consiguiente, «el suministro de mentiras no es en este caso sino una norma subsidiaria, casi un factor inexcusable dentro de la propia dinámica imaginativa de la ficción». No sé si es necesario insistir en la fuerza de esa imagen utilizada por Caballero Bonald, llamando al flujo de la memoria «río revuelto» en el que el narrador «rastrea», sin duda para su ganancia y la nuestra. Que la imagen no es flor de un párrafo nos lo confirma en repetidas ocasiones a lo largo del texto. De ellas selecciono aquella, hacia el final del libro, en donde al hablar de otro peculiar individuo gaditano apodado Mojarrita, recuerda que pudo «traspasar su figura desde los desagües de la memoria a un tramo de mi novela Toda la noche oyeron pasar pájaros» (el subrayado es mío).

En suma, que homeopáticamente hablando, del mismo modo que sus ficciones se nutren del caudal de su memoria, sus memorias reciben afluentes de manantial ficticio. La inmediata pregunta que mi lector pueda hacerse acto seguido, a la hora de dar crédito a semejantes «memorias», se la ha hecho ya, paladinamente, el propio autor al interrogarse: «¿Qué crédito se le puede otorgar entonces a estas difíciles evocaciones?» Y responderse (respondiéndonos): «No soy capaz de calcularlo, aunque la verdad es que tampoco sería ya recomendable cambiar de tácticas deductivas»[vi].

El periodo abarcado en este primer tranco de su novela de la memoria se extiende desde el nacimiento y estirpe del personaje a la vez sujeto único y principal objeto de la narración, hasta el momento en que, terminado su servicio militar, se le abre una puerta en el que parecía oscuro callejón sin salida. No se somete rigurosamente el autor a la pauta lineal que los tiempos de calendario suelen imprimir a esa clase de ejercicio narrativo que son las autobiografías. Probablemente porque ha aceptado un moroso sometimiento a los caprichos del recordar, que extrae del pozo de la memoria según sus poco o nada conscientes designios, y sin mayores respetos a los trazados calendarios. Sumisión a la que me atrevo a pensar no es ajena la condición predominantemente lírica del creador. Pero esa renuncia al rigor cronológico es, de hecho, una forma de enriquecer la lectura por ese juego suscitador de la intriga que son las anticipaciones suspendidas y las miradas retrospectivas. Juego que más que artificio retórico es resultado de ese imperio oscuro del recordar al que el narrador, poeta, se entrega con mal disimulado deleite.

Dos hilos narrativos se trenzan fundamentalmente en esta novela de la memoria: uno que busca describir el trayecto y los aportes afluentes de la formación de esa persona que, desde el presente memorativo, intenta ver y comunicar con la mayor fidelidad posible (aunque sea y nos haga perfectamente conscientes de la insalvable distancia entre la realidad pasada y los recuerdos de la misma). Nada parece más alejado de la voluntad del narrador que intentar una caracterización de sí mismo: uno de esos «retratos» definitorios propios de los tratados de caracterología. Precisamente la conciencia de que semejante empresa es inútil cuando se trata de uno mismo se manifiesta profusamente a lo largo del texto, contrastando, por cierto, con la capacidad para retratar, no siempre con la misma piadosa misericordia, pero con igual agudeza y determinación, a cuantas personas son objeto de su narración.

Con el hilo que intenta reconstruir el ser se trenza el del hacer: el que corresponde a la trayectoria vocacional del personaje, y que, como el anterior, no se manifiesta paladinamente sobre todo en sus inicios, en los que el narrador transmite limpiamente la indecisión y los bandazos que va dando su voltaria voluntad: la química, la biblioteconomía, la jardinería y la navegación constituyen, una tras otra, otros tantos cambios de rumbo vocacionales. Pero por debajo de esa quebrada trayectoria aparentemente horra de singladura, se ve desarrollarse el hilo conductor de lo que acabará siendo el camino real de una voluntad de hacer, a despecho de un atavismo abúlico que, entre burlas y veras, es el auténtico enemigo. Ese camino es el que va abriendo primero el gusto por la lectura, el descubrimiento de la poesía luego, y, en fin, la creciente inclinación creadora. Es sin duda la evolución del gusto literario y artístico y la orientación de la propia vocación creadora lo que más limpiamente y sin vacilaciones queda descrito en esta primera parte de la novela de una memoria. El contraste con la indecisión, las reticencias y las prudentes vacilaciones con que el narrador se enfrenta a sí mismo como «carácter» resalta todavía más la claridad y transparencia del transcurrir y acaudalamiento del hilo vocacional. Con la misma precisión, si no mayor, están construidas las piezas que se exhiben en la galería de las fobias, y sobre las que el narrador vuelve con la variable frecuencia que le impone su relativa importancia: la sociedad jerezana de aquellos años y las impertinencias de la «vida social» en primer plano, y a un nivel más anecdótico, un batiburrillo de esperpentos vario en el que cohabitan los productos de diversas multinacionales: la de Walt Disney, la de los deportes, la de las religiones, y un no escaso ramillete de variopintos tipos (entre los que destaca la del «gracioso andaluz») personajes y personajillos. Y como sin querer, en esta mezcla feliz de autobiografía y memorias al lector se le va perfilando, como al desgaire, la figura colectiva y los incisivos relatos de la cofradía de los letraheridos, por recurrir al feliz catalanismo al uso, con sus enfrentamientos colectivos –las mal llamadas generaciones, esas meigas en las que nadie cree– y sus algaradas personales y transferibles. Libro, pues, imprescindible para los historiadores ele b literatura, por mucho que se dé por novelero, si se quiere conocer la pequeña historia ele los escrirores de su generación. Del mismo modo, no es aventurado predecir la utilidad de esta obra in fieri para la Historia contemporánea, que también al trasluz se va perfilando a través de la memoria personal de este consciente observador[vii].

Como no podía ser menos, tanto la percepción vocacional como la capacidad de observación de lo ajeno están consolidadas en la magistral utilización del instrumento narrativo que, por descontado, si describe con precisión y galanura inconfundibles lugares y paisajes o capta caracteres y figuras, o narra ese desarrollo cada vez más asegurado de la vocación, no menos felizmente da cuenta de las vacilaciones insalvables del contemplador de sí mismo en la galena de los huidizos recuerdos y los engañosos reflejos. Felicidad a la que contribuye no poco una mordaz ironía que se despliega con escasa misericordia cuando se contempla a sí mismo, y que corre en paralelo con la capacidad de autocrítica en lo tocante a su trabajo de creador[viii]. No es de extrañar, en ese contexto de cuidadosa organización y enriquecimiento de la sintaxis y el léxico, que manifieste Caballero Bonald un claro repudio del estilo –o de la despreocupación por el mismo– que caracteriza la llana prosa barojiana. Para Caballero Bonald, los más «sugestivos enfoques temáticos» quedan «intencionalmente abaratados por una escritura deslavazada, alicorta, como si el propio autor desease dar a entender así su menosprecio por la literatura» (p.304). Reproches que, por descontado, nadie podría hacer de la escritura artística de este poeta y narrador, que ya desde las lejanas fechas de su primera novela, Dos días de septiembre (Premio Biblioteca Breve, 1961), lograría felizmente fusionar la percepción lírica de la realidad con los procedimientos de la prosa narrativa. Muestra insigne, aunque no única, de la ignorancia maliciosa con que se ha denigrado la producción novelística de esta generación en los años de la llamada «novela social», y que todavía sigue destiñendo en tantos manuales al uso.

Ignacio Soldevila Durante
Publicado originalmente en la
Revista de Literatura Tierra de Nadie 1
Marzo de 1998

[i] Pero empiezo mal esta historia cometiendo uno de los pecados que más molestan al autor, y que más intrascendentemente excitan al de estas líneas: unos malabarismos verbales basados no sólo en la paronomasia, sino en la polisemia. Pecadillo tanto más perdonable cuanto que esas palabras con las que juego a el mismo le habría «incitado inevitablemente a toda clase de burlas procaces» (Tiempo de guerras perdidas, p.246). Y en cualquier caso, apelo a su confesada tendencia a no desdeñar lo que no coincide con sus gustos (Ibid., p.83).

[ii] Me atrevo a suponer que sus años de colaboración en el seminario de lexicografía de la Real Academia Española no hicieron sino consolidar esa precisión, a más de enriquecer su caudal.

[iii] Por eso Francisco Ayala –otro cuidadoso y cauto maestro del arte– ha titulado las suyas Recuerdos y olvidos en 1982.

[iv] Hay toda una escuela de análisis que distingue a la obra literaria de la que no lo es porque la primera estaría constituida por pseudo-frases. Es decir, que le es negada ab-orto cualquier referencialidad externa y ajena al ámbito de lo ficcional, rechazando esa apertura que deja la definición académica (acción fingida en todo o en parte), puesto que el uso del lenguaje mismo sería ya fingimiento.

[v] Véase el capítulo 6, «Los acostados y otras controversias».

[vi] Lo dice ya mediado el onceavo de los catorce capítulos del libro.

[vii] Me permitiré, no obstante, un minúsculo reparo para la intrahistoria. Hablando de la familia Bonald, remonta el autobiógrafo a un periodo anterior a su nacimiento, y, a propósito de unos laboratorios farmacéuticos que ostentaban el apellido, sugiere que «existían fundadas sospechas» de que el éxito de determinadas pastillas de dicho laboratorio se debiera a que «en su composición entraba una cierta dosis de cocaína» (p.97). La observación, que hoy sería lógica, no tiene en cuenta el contexto real de comienzos de este siglo, cuando esas y otras pastillas se anunciaban abiertamente en la prensa periódica como portadoras de tal ingrediente («Pastillas Crespo, de mentol y cocaína» en los números de El Cuento Semanal de 1907 a 1910) y aun de otros más temidos y perseguidos hoy, como la heroína («Jarabe Torres Arnao, de bromoformo de heroína», en la misma revista, en 1909).

[viii] Es tarea de abogado del diablo rastrear en las apretadas trescientas sesenta páginas de este Tiempo de guerras perdidas media docena escasa de imprecisiones léxicas y ortográficas, cuya responsabilidad está, por otra parte, suspendida entre los que intervienen en la producción de un libro, desde su redacción a su impresión.

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